“El hombre imaginario
vive en una mansión imaginaria*
rodeada de árboles imaginarios
a la orilla de un río imaginario.”
(Parra, 1985)
La crisis provocada por el COVID-19 ha definido un escenario nunca antes visto por la gran mayoría de las personas. Esto obligó a la autoridad determinar una serie de medidas que – a partir de evidencia razonable –podrían aplanar la curva de contagio, evitando la saturación del sistema de salud y la consecuente pérdida de vidas humanas. Es así, como el domingo 15 de marzo se decretó la suspensión de clases en todo el territorio nacional por un período inicial de 2 semanas. En este desconocido escenario, las primeras reacciones de las instituciones escolares fueron variadas; a algunas el miedo las paralizó. Otras, echaron mano a su antiguo repertorio, enviando guías de trabajo que en algunos casos terminaron perdidas en el ciberespacio o en algún rincón del hogar, si éstas llegaron en papel. También hubo familias que decidieron responder a los programas propuestos, sin embargo, al poco tiempo acusaron agobio ante el exceso de actividades.
Cuando la realidad se impuso y el regreso al aula se tornó absolutamente incierto, cientos de docentes se vieron forzados a colonizar un espacio que de una u otra forma se habían negado a transitar: el mundo digital. No es interés de este escrito explorar esta reticencia, puesto que no ha sido cuestión de opción; por el contrario, las nunca bien ponderadas TICs se transformaron en el único medio posible para establecer conexión con sus estudiantes y continuar los procesos educativos. Esto devino en una afanosa carrera por encontrar la plataforma más potente y la aplicación más versátil, que pudiera traducir aquello que los docentes considerasen importante para el aprendizaje de sus estudiantes. Y hasta ahí, todo parecía una especie de salto tardío a la modernidad digital que los expertos habían vaticinado -y promovido – desde hace décadas.
El brusco salto volvió a develar la profunda brecha socioeconómica de nuestro país, manifestándose en familias que apenas tenían para sortear las necesidades básicas de una cuarentena, y menos aún de disponer de recursos digitales. Frente a todo este contexto, emergen interrogantes que parece relevante considerar: ¿es posible conducir procesos educativos en esta nueva realidad? Si las aulas están vacías, ¿significa que la educación se puede gestionar fuera o sin la institución escolar? ¿Qué implicancias podría suponer lo anterior? Hoy, muchos docentes están intentando llegar a sus estudiantes para que se conecten a dispositivos y manifiesten algún tipo de contacto, recreando de alguna forma la interacción que se mantenía en el aula. Sin embargo, la realidad también está mostrando que de no existir un adulto responsable que medie esta conexión, los estudiantes podrían simplemente no conectarse, no responder.
Siguiendo al pensador francés Michel Foucault, la escuela [efn_note]Se utiliza el concepto de “escuela” para referir a toda institución escolar, independiente su dependencia o nivel educativo.[/efn_note] representada como una institución disciplinaria y de control, ¿qué podríamos pensar sobre su naturaleza y propósito? Cuando el cuerpo no está “ahí” para ser disciplinado, para ser “orientado” por la norma, ¿qué podría mediar la interacción? Sin perder de vista que estamos en un contexto extremadamente complejo y alterado, parece oportuno reflexionar sobre lo que implica educar en esta nueva realidad. Es muy posible que los estudiantes que no se están conectando a las clases en línea y/o entregando las actividades que les envían sus docentes tengan variadas razones, que podrían ir desde la precariedad material antes señalada, hasta la afectación propia del encierro. Como sea que esto ocurra, lo cierto es que educar en tiempos de pandemia, está ocurriendo fuera o sin la escuela. Sin cálculo previo y hasta con ingenua esperanza, la responsabilidad de la “conexión” quedó en la voluntad de los estudiantes, quienes debían responder al llamado –y sacrificio en muchos casos– de sus docentes. Siendo así, ¿cuál ha sido su respuesta?, ¿se siente comprometido o identificado con sus docentes y escuela?, ¿logra valorar el esfuerzo? Cuando lo instituido de la escuela deja de mediar la relación entre las integrantes, lo que queda es el vínculo, la conexión entre el educador y el educando, la emoción, la persona. Por tanto, la escuela a distancia de esta nueva realidad es la no-escuela, en la que el vínculo está muy por encima de la ingenua formalidad de la institución escolar y de la que sabemos muchos estudiantes se perderán, confirmando que no tienen apego alguno a este espacio, afectando sus trayectorias educativas que podría ser hasta de forma permanente.
El profesor Carlos Calvo, cercano a la tradición de educadores no formales, plantea que educar no es escolarizar; que la escuela es tan solo un mapa de ese vasto territorio que la educación, por lo tanto, es posible sostener procesos educativos que no dependan exclusivamente de la escuela. Con estas reflexiones no se está manifestando que la escuela deba desaparecer ni nada por el estilo. Pero ahora que una pandemia tiene secuestrado nuestro mundo, ¿será posible pensar la escuela desde otro lugar? ¿se podrá abandonar aquella escuela que sigue tributando al anquilosamiento de lo instituido? ¿será posible adoptar un nuevo paradigma sobre la educación que permita mirar la escuela como un espacio que alberga personas, historias y contextos? Ni la más atrevida teoría sociocultural podría haber pronosticado la crisis en que nos encontramos como humanidad, pero se sabe que algunos procesos socioculturales que demoran décadas o hasta centenares de años en ocurrir, hoy son más posibles que nunca.
Tenemos una oportunidad histórica de repensar la escuela, tal vez este tiempo de encierro nos haga reflexionar sobre este punto. Lo que no cabe duda, es que miles de docentes en nuestro país y en el mundo, están cuestionándose sobre lo que significa educar hoy y lo que pasará cuando se retorne a la escuela. ¿Volveremos a lo mismo? ¿seremos las mismas y los mismos personas que dejamos las aulas hace casi 13 semanas? Quizá sea la ocasión de conectar con ideas más simples sobre lo que significa educar, que al menos para quien escribe, es de los actos más importantes de nuestra existencia y que nos constituyendo precisamente en humanos, manifestándose por medio de la guía y búsqueda de sentido acerca de nosotros mismos y el mundo que nos rodea, a través de la experiencia y su reflexión.